Florencio Martínez, a la dreta. Foto: Carme Esteve Literatura / Ressenyes
Florencio Martínez, a la dreta. Foto: Carme Esteve

Florencio Martínez, a la dreta. Foto: Carme Esteve

El carnaval de los locos, de José Florencio Martínez. Emboscall, Vic, 2007, 71 p., 7€

Esta nueva obrita teatral de José Florencio Martínez (JFM) vuelve a constatar la capacidad del autor para crear un personalísimo teatro de la palabra. En él, los elementos escénicos ceden su importancia a los diálogos de los personajes, que en numerosas ocasiones no son sino desdobles de una única personalidad, diferentes facetas de un mismo poliedro. Se trata, cabe insistir, de un teatro estático, sin argumento apenas, en que la ambición estética del dramaturgo cabe buscarla en el barroquismo verbal antes que en la innovación del lenguaje escénico.

Los once personajes de esta obra coral (el poeta-loco, el beodo-perenne, tres cortesanas, el fumador de opio, el eunuco, el rey de los locos, el copero del rey, el cochero de los locos, el mendigo) se sitúan en tres espacios correspondientes a otros tantos actos: el Palacio del Rey de los locos, la prisión de este mismo rey y la nave de los locos en que confinan a estos apestados sociales. En esta estructura tripartita clásica se insertan, como sucede de manera prominente en la primera parte del Quijote, diversas historias explicadas por los personajes. De este modo, la estructura de cajas chinas permite una riqueza de espacios imaginarios, a través de las palabras de los protagonistas, que trasciende la limitación espacial a que están confinados. Estos lugares a los que nos transportan son la Grecia prehomérica y homérica, la Judea de Jesús, la Francia de la Pompadour, la Persia de Omar Jaiam (sic) y una China estilizada y de incierta ubicación temporal.

Los referentes o antecedentes medievales y renacentistas más destacados de la fabulación alegórica de “la nave de los locos” los aclara el propio JFM en el prólogo: en lo literario, Sebastian Brant y Erasmo de Rótterdam; en el plano pictórico, El Bosco, Durero o Hans Holbein. Dicha nave no es sino una representación del conjunto de la sociedad que no quiere aceptar una verdad esencial nihilista: “En el centro de la rosa no hay nada. Ese es el misterio de los misterios. No hay nada. Allí vi el rostro de la nada” (p. 19). Esa sensación de vacío solo cabe distraerla con banalidades como los intentos de organización social: “Nuestra anarquía no puede estar más tiempo sin rey” (p. 17). O, en el mejor de los casos, combatirla con la poesía, según el poeta-loco: “La palabra creadora es todopoderosa, es la mano que descorre el telón de la imaginación. Luego en ese teatro se puede representar todo. Es la boca de la esperanza” (p. 30).

La lectura de este Carnaval deja para la memoria algunos pasajes inspirados. Por ejemplo, las páginas 26-28, en que se describe el museo de palabras, trasunto del diccionario, con una viva pintura de sus formas y propiedades. “Había, en fin, palabras luminosas y vacías al mismo tiempo, como «desierto», y otras aisladas, refrescantes y verdes como «oasis»”. O las definiciones de poesía enumeradas en cascada entre la 47 y la 48, exhibición de la torrencial capacidad metafórica de JFM: “es el acto amoroso de la mantis religiosa […] una gema de tristeza en los ojos del otoño”.

Todo ello se presenta envuelto de la grave ligereza característica del escritor. Como cuando en el acto tercero pregunta el mendigo: “¡Ah! ¿También aquí las leyes están en sánscrito?”. A lo que una cortesana responde: “Como en todas partes. Si no, todo el mundo las entendería enseguida”. Destellan a menudo las sentencias en esta obrita de tono apodíctico, de frases rotundas, como corresponde a quien sabe que los propios referentes de la escritura no pueden ser sino las cumbres literarias precedentes. Este deslavazado y libérrimo El carnaval de los locos es otra extravagancia teatral, de fuerte huella poética, de un autor aquejado del lúcido trastorno de la creación.