A quienes ya leímos con gusto el Panfleto antipedagógico (2006), este libro no nos ha sorprendido demasiado, ya que se podría considerar una continuación natural de aquella obra que fue una pedrada certera contra el vidrio de un atractivo escaparate detrás del cual no había gran cosa de valor: el escaparate de las reformas educativas. Quienes hemos sido profesores de secundaria y hemos sufrido alguna vez las consecuencias de estar despojados de autoridad nos sentimos entonces comprendidos y acompañados por la delación de que el emperador iba desnudo. Ahora, con esta obrita subtitulada “De cómo los pedagogos han destruido la enseñanza”, constatamos cómo el estado actual de cosas en el mundo de la educación tiene que ver con el ensañamiento sobre respeto, contenidos, esfuerzo y memoria, como si aprender no tuviera que ver con ninguno de los cuatro.
El modo de concebir la enseñanza del autor seguro que no es moderno, pero eso al autor le trae sin cuidado, ya que lo último es siempre moda pasajera. Su gran lema parece ser el del dicho inglés según el cual “si algo no está roto, no lo arregles”. Y la enseñanza necesitaba reformas, pero no las que se hicieron, no plegarse ante las patochadas de los pedagogos con la entrada de la ESO. Moreno Castillo cree en la responsabilidad individual y no en la exculpación continua del alumno, descree de la jerigonza pedagógica y los silogismos quijotescos (como el mantra “aprender a aprender”), está en contra de impartir diferentes niveles en una misma aula (la “atención a la diversidad”), apuesta porque el esfuerzo de aprobar recaiga en el alumno y está radicalmente en contra de la democracia en el aula, entendida como el hecho de dotar en ella de la misma autoridad a profesor y alumno.
Moreno Castillo arremete de forma repetida contra la Secta Pedagógica porque está persuadido de que es la gran culpable del cambio de paradigma. Un cambio a peor, claro. Y lo hace encontrando a menudo la analogía exacta entre el mundo de la enseñanza y el de la medicina. El sarcasmo continuo desemboca a menudo en hilaridad, de forma que la lectura de La conjura de los ignorantes resulta tan amena como reconfortante para quienes se han visto abocados a los lodos de la secundaria.
En cuanto a las objeciones al libro, cabe destacar el hecho de que no tenga índice, siendo como es un libro escrito en capítulos, y las erratas en diferentes páginas (p. 70: a prender>aprender; p. 113: quién>quien; p. 130: está>están; p. 153: dl>de; p. 161: por que>porque). Quizás es que el corrector del libro ya cursó la ESO.